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Entrando en materia

De un modo figurado, la triste notícia zigzagueó calle abajo como un reguero de pólvora un día cualquiera de noviembre de 1480. Para dar una idea de su efecto en cadena, no veo mejor ejemplo que la maldita pólvora importada de China tan sólo setenta años atrás, con la que se minaron los muros de las fortificaciones de Pisa sembrando a su paso dolor y muerte. 

—¡Ha muerto el becario de Gutenberg! 

Aunque la exclamación sorprendiese a todos, puerta tras puerta, la reacción fue unánime. 

—Qué pena. Se le va a echar de menos.

Fue una verdadera sorpresa constatar que, a pesar de la arrogancia que gastaba el ilustre difunto —al andar con la frente muy alta y vestido de negro «como la buena tinta de imprenta»—, nadie en el barrio hubiera imaginado que se le tuviera en tanta estima.

—Aunque no lo parecía, en el fondo era un buen hombre. 

Y como si la chispa que propagó la mala nueva prendiese cirios en las casas, un brillo cálido y tembloroso estremeció de pronto al vecindario entero, invitando al recogimiento general por el eterno descanso del insigne convecino.

—¿Qué será del taller de imprenta? Dicen que para los negocios tenía muy buena mano, y también que poseía las cualidades ideales del buen empresario: ser fuerte con los débiles y débil con los fuertes. 

Momentáneamente, un sentimiento de orfandad se extendió como un velo oscuro por aquel rincón de Venecia. Se diría que era la forma espontánea de agradecerle al «becario de Gutenberg» el detalle de haber puesto el barrio en el mapa de la ciudad de los canales. Puso de moda San Canciano al abrir un taller de tipografía en la única calle empedrada del entorno. Una imprenta que todos los días visitaba gente influyente de la política, la religión, la ciencia y el pensamiento. 

—El desfile de cardenales, aristócratas, médicos, juristas y humanistas era incesante —rendían cuentas los vecinos que vigilaban rigurosamente cualquier entrada y salida: de visitas, de resmas de papel o de cuanto sucediera o fuese a suceder allí dentro.

—Se conoce que los que se presentan con séquito es que pretenden el trono de Dogo —sostenían los que se las sabían todas. 

—Pues los hay, más ambiciosos todavía, que dicen que aspiran a la silla papal —pontificaban los insidiosos de oficio con que contaba el barrio, que haberlos había.

—Bueno, al fin y al cabo son príncipes de la Iglesia o del Estado que prefieren los servicios de un impresor de prestigio al primer plebeyo alemán o veneciano que se les ofrece. 

Por cierto, menuda diferencia de donde estaba la imprenta y el infernal patio del Humo colindante. Con un camino de tierra permanentemente enfangado, dando la espalda al Gran Canal y al puente de Rialto —mientras la imprenta los miraba de frente—, se perdía en el borde de la laguna, frente a la silenciosa «isla de los muertos» que administraban unos monjes camaldulenses, cuyo rigor extremo pretendía imitar al de su patrón San Romualdo.  

—Hacen molto fumo e poco arrosto —decían los de San Canciano en tono peyorativo. «Mucho ruido y pocas nueces». En todo caso, el lema era totalmente inadecuado para describir la laboriosa tarea de unas fraguas que echaban chispas en un patio al rojo vivo, en el que el humo anunciaba a lo lejos donde estaba el fuego.

El barrio de los herreros, activo y estrepitoso, se ganó a pulso el sambenito de infernal. Todo lo contrario de la imprenta de Jenson, a quien el herrero Giovanni proveía de metales. Solemne y recogida como una iglesia, participaba de un fenómeno inédito en el mundo que tomó en seguida el aspecto de plaga. Y es que, por aquel entonces, cualquier inversor ponía una imprenta en la poderosa República en menos que canta un gallo; tan sólo debían asociarse con el primer alemán que pululara por allí, presumiendo de haber aprendido el oficio con Gutenberg. 

—Los méritos que acreditan los «herederos» del inventor son completamente infundados —prevenían los escarmentados de haber ido a por lana y salir trasquilados, con impresiones ruines pagadas al precio de óptimas.

En cambio, pocos sabían que el «becario» que yacía de cuerpo presente en el confín de San Canciano, disponía de un documento único en el cual se leía, negro sobre blanco y con toda claridad, los términos de un acuerdo suscrito por tres años y a su nombre entre un rey y aquel impresor extranjero, maguntino de adopción.

No fue de extrañar, pues, que al cabo de poco tiempo la «excelencia de su oficio» se premiara con un título nobiliario concedido por Sixto IV.  El mismísimo Papa le nombró conde palatino con todos los honores, clavando así la aristocracia veneciana una pica en el barrio menestral de San Canciano. 

Como es natural, los vecinos se tomaron a guasa tan fino nombramiento, rebajando con su mezquindad característica el esplendor nobiliario que, según algunos, salía de la imprenta enclavada en el empedrado en forma de halo divino.

—Bah, yo mismo conozco un camarero que también dice ser conde palatino— oponía uno al admirable título otorgado al impresor de libros.

—Pues yo sé de un copero (el criado encargado de traer las copas y dar de beber a sus señores) que alardea del mismo honor —añadió un holgazán de los que husmeaban el barrio como suelen hacer los perros abandonados.

—Hay quien sabe de brutos mozos de caballeriza que comparten título con el «gran» impresor—, afirmó el último en desdeñar tan cercano y merecido nombramiento.

Desde luego, no todos los condes palatinos que asistían al Papa lo hacían desde augustas tareas judiciales, administrativas o militares. Pero fuese cual fuere el rango, en el caso del «becario» se debió al arte sublime desplegado en las prensas. La imprenta recién nacida ascendió en seguida a «oficio de Corte», una actividad vinculada con los antiguos officium palatinum romanos. En consecuencia, si el dominio natural de la nobleza menestral era «el palatinado», el impresor de libros podía muy bien llamar al taller tipográfico «El Palatinado Impreso», «El Palatinado de Papel» o «El Palatinado negro sobre blanco», de haber sido éste su deseo, en lugar del prosaico «La Compañía» con que finalmente lo bautizaron él y sus socios.

—Antes de nombrarle conde me gustaba ese hombre porque era muy pata la llana, como nosotros —confraternizaban desde oscuras y alegres tabernas los embotados del barrio, que haberlos los había—, pero verás como cambiará, y aprisa.

—No lo sé, pero los que le conocen dicen que es enemigo de ritos y mitos. Y que, como buen tipógrafo, aboga por «la sencillez del papel blanco».

—Pues será por eso que interpretó la gracia papal tan a su aire.

Se referían a que la tomó como recompensa personal por haber abandonado a tiempo el oficio de grabador de monedas, con el que iba derecho a la perdición o la estultícia. En un exceso de autoestima, que no acostumbraba a prodigar, también la tomó a cuenta de su firme rechazo a la degradación que supone la práctica de la calumnia, la falsedad o el amor al dinero. Y aún hubo quien le consideró acreedor al título de justo al que aspiran los diáconos, las más de las veces sin éxito, y todos cuantos pugnan por redimir los pecados de los demás.

Como un niño, se preguntaba embelesado si su nuevo rango le permitiría pasearse con un halcón en el antebrazo, como la figura de la tabla recién pintada por el veneciano Domenico  —redonda como el mundo— que vio en Florencia, Ferrara, Padova o Perugia, donde ejerció sucesivamente. 

En la republicana Venecia, los arquitectos y pintores encontraron seria resistencia al Renacimiento, y la difusión del nuevo estilo se retrasó casi medio siglo. Jacopo Bellini, por ejemplo, tuvo que delegarlo a sus hijos Gentile y Giovanni porque se le hizo de noche aguardando, mientras que «el Veneziano», como le apodaron en las ciudades donde recaló, tardó décadas en regresar a la suya para implantar la maniera renacentista. 

Pero a pesar del retraso, el impresor de libros tenía in mente la tabla firmada por su paisano, con el personaje ricamente vestido que andaba con un halcón posado en el antebrazo. La escena de una batida de caza —en plena Adoración de los Magos— desplegaba suntuariamente figuras, caballos y paisajes, representados según la nueva perspectiva que daba profundidad a los planos. Pero a la hora de la verdad, contra todo protocolo o conveniencia, en lugar del imponente halcón o la majestuosa águila, el flamante conde eligió por escudero un insignificante y delicado jilguero de colores. 

 

 

 

—Era tan listo que enseñó al señor a exhalar su último suspiro —confesaron los sirvientes—, pues expiró exactamente igual a como lo hizo Fabriani la tarde anterior: sin una queja. 

Se referían a una tarde metida en una débil capa de niebla, que no se serenó hasta la salida de la luna, cuya luz difractante tranquilizó la noche entera, alumbrando el amanecer de un día suavemente anaranjado que los tomó por dormidos, y es que de vivir juntos se les pegaron costumbres del uno al otro. El impresor comía poco y sentía debilidad por los granos, semillas, legumbres secas y ensaladas. 

—Como un pajarito —lamentaba el servicio, acusando precisamente a ese factor de la delgadez de su señor. 

En contrapartida, la proporción áurea que el tipógrafo administraba a diario para maquetar sus libros insuperables, la mimetizaba el jilguero con sus armónicos movimientos.

—Así como hay pájaros-flauta —dicen que decía con orgullo el noble impresor de libros—, Fabriani es un pájaro-imprenta. Si lo prefiero a aves de mayor enjundia es por haber migrado de África poco más o menos el día que yo abandoné mi aldea natal, perdida allá por Francia. Y fue el destino quien nos reunió en Venecia para vivir juntos un periodo de tiempo bastante largo y razonablemente feliz. 

El tipógrafo, fascinado por la masa de energía contenida en un cuerpecito que no abultaba más que un puñado de tipos de plomo, asoció el pájaro al papel y le llamó Fabriani, imitando la marca de los fabricados a mano por los hermanos Pietro y Alovisio. 

—También el papel vino de África —reflexionaba didáctico el «becario»—, y desde entonces resiste las inclemencias del tiempo con tal firmeza que su fragilidad es un tópico engañoso. Estoy seguro de que al cabo de los años —y los siglos— presenciará indemne el deterioro o derrumbe de algunos de los más sólidos edificios construidos con ladrillos, cemento, arena y cal. Porque posee la solidez de lo delicado, esa fuerza que emana de los pájaros y de algunas mujeres —decía para sí pensando en ciertas damas venecianas cuyo cutis superaba el blanco del más fino papel de lino.

Una característica del «becario de Gutenberg» era que despachaba juicios y sentencias sin miramiento alguno, sobre la marcha, mientras jugueteaba nervioso con un puñado de tipos de plomo, a veces tirando a histérico. Imitaba aquellos curiosos rosarios de cuentas de todos los materiales, tamaños y colores, que manoseaban sin cesar los bizantinos exiliados a la República de Venecia a la caída de Constantinopla a manos de los infieles otomanos, haciendo mundialmente famosas sus interminables discusiones.

—Es como llevar el mundo en la mano, decía convencido y convincente el insigne tipógrafo a quienes quisieran escucharle en el barrio, y aún fuera de él.

El caso es que Fabriani vivió felizmente en una jaula pequeña que andaba en consonancia áurea con la mansión de su dueño, doblado de trapense. Allí dentro, el pájaro engordaba y engordaba debilitándose, y para combatir ambos males el impresor de libros lo soltaba para que revoloteara a sus anchas por la estancia donde, tras una fatigosa jornada en pie, se sentaba a recopilar mentalmente «lo poco» hecho durante el día y «lo mucho» que quedaba por hacer a partir del siguiente. 

Se expresaba con la escueta letanía de los tipógrafos, comprometido con el ideal de vida de la época que consistía en un ánimo alegre, un descanso moderado y una estricta dieta. Entretanto, Fabriani daba vueltas y vueltas a su alrededor describiendo círculos de proporción áurea, como si tirase de una noria. Así se mantenía en forma. Su carácter vivaz y el canto, algo chillón, hacían las delicias de las niñas de la casa y de las contadísimas visitas. Pero aquella maldita tarde neblinosa Fabriani dejó el mundo de los vivos al intuir que sin el impresor que agonizaba a su lado peligraría la ración de pienso rica en semillas —mitad cáñamo mitad avena—, así como el afecto de un trato que era ya sana costumbre.

Y es que tras años transcurridos sin asiento fijo, su dueño dejó al fin de ir de una parte a otra y desde que se estableció en Venecia su mundo se limitó a las cuatro paredes de la innovadora imprenta, viviendo feliz en su propia jaula. 

—Ya de joven, los hábitos austeros de fraile de clausura se adueñaron de mí, liberándome de ese inútil movimiento constante que atrae como moscas a la miel a aventureros y gentes agitadas que no paran de rodar y trasladarse, yendo siempre de acá para allá y de allà para acá. 

Dicho lo cual, y algún tiempo después, Copérnico fijaría el movimiento perpetuo de los astros en una rotación diaria y una traslación anual, sin citar ni al pionero Aristarco de Samos ni mucho menos la ingenua intuición astral del impresor, que fue presagio de la teoría científica según la cual somos animales sujetos a la rotación de la Tierra, de la que no podemos escapar.

Pero, por más natural que fuese, la muerte cayó en aquel remanso de paz como una maldición, por cargar el plomo a la espalda de sol a sol y almacenar su maligno residuo en los pulmones, que condenaba a los tipógrafos a no resistir ni veinte años al pie de la imprenta. Además, la nueva profesión creaba adicción, haciendo verdaderamente difícil, por no decir imposible, dejarla a tiempo o por cualquier otro trabajo. 

—Entre los más grandes —decía a sus aprendices—, el maestro Gutenberg desempeñó el oficio entre 1450 y 1470, con altibajos forzados por la usura de sus ingratos socios.

—Y aunque Manuzio ejerció de impresor, editor y librero entre 1490 y 1515 —diría más tarde el vecino Torresani, uno de los mejores discípulos del «becario», que le conoció a fondo al casarse con su hija—, descontando los tres años de luna de miel que se concedió y el trastorno de parar prensas en varias ocasiones para refugiarse en la balsámica campiña de Módena de las luchas intestinas entre Venecia y Ferrara —en el castillo de Mirandola—, los superó por muy poco. 

Luego ya, en los siglos venideros, los tipógrafos excedieron de largo la veintena al no estar ya al pie del cañón, sino viendo el campo de batalla desde el palco reservado a las autoridades; es decir, a esa distancia confortable desde la cual el poder delega las funciones perniciosas a los más desgraciados para que mueran lentamente por ellos, envenenados, obedientes con la voz de mando que ordena a los objetos inanimados como las armas: «En su lugar descansen».

—Y es que el tiempo prensa, amigos —decía exhausto el «becario» a quien quisiera oirle—, como las prensas que imprimen el papel. 

Cierto. Los vecinos de buena voluntad del barrio de San Canciano, que haberlos los había, tenían al noble impresor de libros por un ser prensado, agotado y exprimido. Así de ingrato suele ser el proceder de todo vecindario, y aunque los juicios temerarios desvelen con el chismorreo verdades como puños, son difíciles de creer. Cuando menos son motivo de discordia, la práctica favorita no sólo de los bizantinos sino de toda comunidad humana que se precie: discutir acaloradamente unos con otros, intimidando y atropellando desde la autoridad que impone la soberbia para al fin y al cabo poner de relieve que lo que nos distingue de los animales es el verbo.

Pese a todo, a nadie del barrio y alrededores se le escapó que aquel vecino altanero, al margen ahora de su escasa estatura y aparente fragilidad, era un tipo muy grande, y que lo fue porque con su grandeza engrandeció a la imprenta en su conjunto. En eso sí hubo un consenso absoluto, por demás raro en San Canciano. 

—La unanimidad es una utopía irrealizable, y probablemente perniciosa— filosofó el único artesano disidente, que haberlo también lo había. 

 

 

Fragment del llibre en preparació
que duu el títol provisional de:
El becario de Gutenberg 
Barcelona
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Fragmento del libre en preparación
que lleva el título provisional de:
El becario de Gutenberg 
Barcelona

 

© 2016 Enric Satué

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