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Cubierta de libro
Comunidad del Císter de Poblet
Espluga de Francolí (Tarragona) 2014
Vista. Difícilmente encontraremos un objeto industrial hecho con arte, es decir, un artefacto, más sensual que un libro. Participan los cinco sentidos y la vista es el principal, por supuesto. Una vez ojeada distraidamente la cubierta —y quién sabet si la contracubierta— nos adentramos en el interior, allí donde los lectores experimentados leen a sacudidas de entre 0.2 y 0.4 segundos. Los expertos llaman «sacadas» a eso, en el sentido de estirar o agitar. Una sacada en una línea de texto, de izquierda a derecha, registra entre 5 o 10 letras, o de 1 a 3 palabras. Con claridad solo vemos las 3 o 4 que hay en el punto de «fijación» y el resto se capta por contexto. Oída. Participa física y metafísicament, puesto que solemos escuchar cuanto nos dicen los autores, palabra por palabra, para tener una comprensión cabal que con solo la vista quizá no captaríamos del todo (los hay que mueven los labios, murmurando, como si leyeran en voz alta, y ese tic lo hacen todos, lectores y escritores). «El rumor de las hojas agitadas por el viento» es una frase literaria que bien podría aplicarse a un libre abierto. Hay quien escucha con gusto ese rumor suave, y los expertos lo hacen para apreciar el carteo, que es el crujir del papel encolado al doblarlo. El papel, pues, tiene un sonido debido a la rigidez de las fibras, y es una cualidad que ejercen los técnicos para elegir el más apropiado en cada edición. Olfato. Puede considerarse casi una perversión, y pese a que leer sea un placer indiscutible, oler el papel y la tinta yo diría que también. Dicen los expertos que la embriaguez de oler la tinta de imprenta es incomparable. Sólo hay que pensar en la de la calle del Call de Barcelona, que embrujó a Don Quijote hasta superar las ingenuas perversiones de El perfume de Suskind. Pero las imprentas actuales no huelen a tinta, y menos las «rápidas» o «digitales». Las tintas espesas de aquellos buenos tiempos, fragantes como el vino, se han acabado. Los libros de lance son «reservas» de tinta, como decimos del vino. Gusto. Es más manía que perversión. ¿Quién no ha visto lectores que pasan las páginas lamiéndose los dedos pulgat e índice? Da un poco de grima, y desde luego no apetece leer libros lamidos por otros. De hecho, la acción reiterada de lamer veneno les costó la vida a los monjes Berengario y Venancio en El nombre de la rosa, ¿lo recuerdan? Ahora bien, hablando literariamente, hay otra dimensión del gusto, y sobre todo del mal gusto y aún del martirio: ¿cuántas víctimas no han comido páginas de un libro para evitar que descubriesen sus secretos los malvados guardianes del poder que temen por el conocimiento que atesoran? ¿O matando a los poseedores de libros en público, para que a los espectadores les pasaran para siempre el gusto y las ganas de leer? Tacto. Manejar un libro en sentido literal, magrearlo o acariciarlo, son placeres no menores. Jaime Salinas, director de la editorial Alfaguara e hijo del poeta, deseaba que el papel de las cubiertas tuviese una textura agradable al tacto. Y le encontré uno que se hacía querer por los sentidos. El día del homenaje que le rindieron en Madrid, en la Residencia de Estudiantes, me enteré de un detalle que desconocía. A todo aquel que entrara en su despacho (autores como Cortázar, Grass, Modiano, Benet, Marías, Hortelano; editores como Pradera, Aguirre, Altares; traductores como Benítez, Sáenz, Calatayud), le daba un pedazo de papel para que lo tocasen, a ver que sentían. Y vaya que pasó la prueba, no sé si por unanimidad, pero si no faltaría poco. El elegante Salinas tuvo tacto.
