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Logotipo de un
Centro Cultural Español
Madrid, 1991

Dicen que quien pega primero pega dos veces, y en diseño gráfico es fundamental ser el primero. No en pegar (aunque visualmente se acepta el puñetazo en el ojo), ni en copiar (por favor, a ser posible abstenerse), sino en crear. En crear limpiamente. Por eso, para el logotipo de un instituto del Estado, cuya misión principal es la difusión de la cultura española en el mundo, me pareció pintiparado (menuda palabra) coronarlo con la tilde de una letra eñe deconstruida, en actitud de brazo abiertos, por ser un signo llamativo, la esencia misma de una cultura y, además, un distintivo entre todas las lenguas del mundo que son, han sido y serán. Desde 1991, ha funcionado perfectamente pese a los cambios de signo político ocurridos, corriendo el peligro de caerse en cualquiera de ellos, debido al enconado sentimiento de rechazo que entre los gobernantes españoles produce cualquier cosa emprendida por el gobierno anterior, legalmente depuesto tras unas determinadas elecciones, favorables a unos y desfavorables a otros. Por fortuna, contra el viento y la marea de los hábitos hispanos, esa imagen de porte heráldico no solamente ha permanecido incólume (¿hasta cuándo?), sino que ha generado una numerosa descendencia, por supuesto ilegítima. Ciertamente, desde entonces no han dejado de surgir diseños pretendidamente originales que llevan la tilde encima de cualquier letra: de la «e» que sirvió de emblema para la presidencia de España en la Comunidad Europea de1995, o de la «E» d’una más reciente campaña de obras públicas municipales subvencionada por el estado y su PlanE; o de una «c» (se trataba de A Coruña) para unos servicios de limpieza pública, creo recordar; o, en fin, de la «ñ» más reciente de todas, que vino a subrayar la españolidad de la selección de baloncesto en los últimos mundiales celebrados justamente en España.
Naturalmente, en todos los casos la solución «genial» se presenta como si fuese la primera vez que se utiliza. En fin, vivir para ver, aunque sean visiones como éstas, propias de una imaginación colectiva pobre, decrépita y miserable que, como el país que Machado envolvió en sus andrajos, desprecia cuanto ignora.